Cruzando el desierto, un viajero inglés vio
a un árabe muy pensativo, sentado al pie de una palmera. A poca distancia
reposaban sus camellos, pesadamente cargados, por lo que el viajero comprendió
que se trataba de un mercader de objetos de valor, que iba a vender sus joyas,
perfumes y tapices, a alguna ciudad vecina.
Como hacía mucho tiempo que no conversaba
con alguien, se aproximó al pensativo mercader, diciéndole:
- "Buen amigo, ¡salud!... pareces muy
preocupado. ¿Puedo ayudarte en algo?"
- "¡Ay!", respondió el árabe con
tristeza. "Estoy muy afligido porque acabo de perder la más preciosa de
las joyas."
- "¡Bah!", respondió el inglés.
"La pérdida de una joya no debe ser gran cosa para ti, que llevas tesoros
sobre tus camellos, y te será fácil reponerla."
- "¡¿Reponerla?!...
¡¿Reponerla?!", exclamó el árabe. "Bien se ve que no conoces el valor
de mi pérdida."
- "¿Qué joya es, pues?", preguntó
el viajero.
- "Era una joya, como no volverá a
hacerse otra. Estaba tallada en un pedazo de piedra de la Vida y había sido
hecha en el taller del Tiempo.
La adornaban veinticuatro brillantes,
alrededor de los cuales se agrupaban sesenta más pequeños. Ya ves que tengo
razón al decir que joya igual no podrá reproducirse jamás."
- "A fe mía", dijo el inglés,
"tu joya debía ser preciosa. Pero, ¿no crees que con mucho dinero pueda
hacerse otra igual?"
- "La
joya perdida", volviendo a quedar pensativo, "era un día, y un día
que se pierde... no vuelve a encontrarse."